LA MAZACUATA ASESINA




Esto sucedió en la sierra de Atoyac de Álvarez, lugar ubicado en la región de la Costa Grande del estado de Guerrero, y me fue contado por el señor Melquiades Castro, quien es originario de ese lugar.

Melquiades o Melco, como le llamaban cariñosamente sus familiares y amigos, tenía sus huertas de café en la sierra, cerca del poblado de Santo Domingo, a donde para llegar se hacen aproximadamente cuatro horas en camioneta, saliendo de Atoyac. Si se hace el recorrido a pie o en bestia, se tarda casi un día para poder llegar.

Contó don Melco que cerca de las huertas de café que eran de su propiedad, había unos lugares que él les llamaba “las pajoneras”, las cuales eran como unas pequeñas hondonadas. Ahí, en época de calor, era el lugar favorito donde se daban cita cientos de víboras de cascabel. El ruido que hacían sus cascabeles al ser sonados al unísono por esta enorme cantidad de serpientes se podía escuchar a cientos de metros de distancia. Cuando era época de celo el ruido aumentaba y las víboras se ponían furiosas si eran molestadas por alguna persona, por lo que en esa época nadie se atrevía a pasar cerca de ese lugar. Los peones que trabajaban en la recolección de café y que llegaban de distintas regiones del estado para trabajar con don Melco, tenían miedo, y dejaban los cafetales cercanos a esos lugares sin cosechar.

Diariamente don Melco paraba a las dos de la madrugada a sus hijas de nombres Paula, Ricarda e Isidra, para que le ayudaran a su esposa doña Amada a preparar el desayuno que le llevarían a los peones. Don Melco también tenía algunas cabezas de ganado cerca de los cafetales, en un lugar apartado de la sierra. Dejaba el ganado solo, pastando libremente, pues había pasto y agua en abundancia, por lo que no tenía necesidad de llevarles de comer, aunque cuando las vacas estaban criando se veía en la necesidad de ir diariamente a ordeñarlas y cuidar de los becerros.

En una ocasión el caporal que le ayudaba le avisó que estaban empezando a desaparecer varios becerros de una manera misteriosa, pues no se encontraban rastros de ellos por ningún lado. Por tal motivo don Melco decidió quedarse a cuidar su ganado durante algunas noches, pues sospechaba que algún puma o tigre se estaba comiendo su ganado. Así pasaron varias noches y no sucedió nada. Don Melco decidió dejar de vigilar y retirarse a sus labores de costumbre, encargándole a su caporal que estuviera pendiente del ganado y que cargara siempre con él su escopeta, por si se topaba con el animal que se estaba comiendo el ganado.

Todo parecía volver a la normalidad. Los becerros dejaron de desaparecer y don Melco se confió. Pero un buen día, cuando iba montado en su caballo, escuchó de pronto unos ruidos que provenían de un montón de peñascos. Estos ruidos eran parecidos a un bramido de toro. Intrigado, don Melco se acercó a ese lugar y se subió a una piedra grande para poder observar mejor. Cuando estuvo arriba de la piedra no podía creer lo que veían sus ojos: una enorme víbora de las llamadas mazacuatas se estaba tragando uno de sus becerros. Don Melco quedó paralizado de miedo, pues jamás había visto una mazacuata de ese tamaño, la cual tenía el grosor del tamaño de un árbol mediano y medía unos 10 metros de largo.

Fue tal la impresión que se llevó que quedó inmóvil en su lugar, petrificado y sin poder reaccionar. Desde ahí sólo pudo ver cómo la víbora se tragaba por completo al becerro. Y no bien había terminado de tragarse al becerro cuando, de repente, la mazacuata venteó a don Melco y giró lentamente su enorme cabeza hacia el lugar donde él estaba parado.

Don Melquiades quería correr para escapar de ese lugar y alejarse de la enorme víbora, pero no podía, pues sus piernas no le respondían. Quería gritarle a su caporal y pedir auxilio, pero de su boca no salía ninguna palabra, pues estaba mudo de terror. La mazacuata empezó a arrastrarse lentamente hacia él. Cada vez se acercaba más y más, sacando su lengua en forma de horqueta y moviéndola hacia todos lados, mientras lo miraba fijamente con sus ojos brillantes y amarillos. Se que estas víboras tienen la facultad de hipnotizar a sus víctimas, las que quedan paralizadas y sin poder moverse, y que es así como se acercan y se enroscan en ellas, apretándolas hasta asfixiarlas para después tragárselas, empezando siempre por la cabeza y terminando por la parte trasera, hasta engullirlas por completo.

Tal vez esto le pasó a don Melco, quien quedó hipnotizado o dormido por la enorme víbora, pues no podía moverse ni tampoco podía hablar. Ya la víbora estaba a unos cuantos metros de él y se acercaba con la intensión de atacarlo cuando, de repente, uno de los perros que siempre lo acompañaba se dio cuenta del peligro que amenazaba a su amo y empezó a ladrar frenéticamente alrededor de la enorme víbora. Ésta trataba de morderlo pero no podía, pues el perro era muy ágil y, además, la mazacuata no podía moverse demasiado, pues estaba muy pesada ya que se había tragado un becerro.

Fueron los ladridos de su perro los que volvieron a don Melco a la realidad, despertándolo de su aturdimiento. Entonces se subió a un árbol cercano y tarde se dio cuenta que había dejado su escopeta en el suelo, pues con el susto se olvidó de ella. Sin embargo no todo estaba perdido, pues en su cintura llevaba su pistola calibre 9 mm, y es que en esos lugares alejados de la civilización siempre había que andar armado, ya sea para defenderse de las fieras salvajes o de los ladrones que merodeaban de vez en cuando por ahí. Entonces, sacando su pistola, apuntó con cuidado a la cabeza de la víbora y le vació toda la carga. Tuvo suerte, ya que algunas balas le acertaron y le destrozaron la cabeza. Cuando la vio inmóvil, bajó del árbol y se acercó temeroso a ella. Con una vara la tocó y se dio cuenta de que estaba muerta. Fue por varios de sus peones para que le ayudaran a cargarla, y aunque la víbora ya estaba muerta estos tenían miedo de acercársele, pues aun así causaba terror, ya que era un animal enorme como no habían visto otro.

Decidieron dejarla en ese lugar para que fuera tragada por los zopilotes. Cuando don Melco llegó a su casa le contó a su familia lo sucedido. Les dijo que no era un puma, ni un tigre, el animal que estaba tragando a sus becerros, sino una enorme mazacuata, a la que él bautizó como “la mazacuata asesina”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario


Si deseas comentar pero no tienes una cuenta para hacerlo, puedes comentar seleccionando la opción comentar como "Anónimo" en el menú desplegable que te aparece abajo de la caja de comentarios.

También puedes elegir comentar con "Nombre/URL" para hacerlo más personalizado. :)